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miércoles, 14 de agosto de 2019

Una «historia real»: El señor Tiarapu

           Textbook example (1940). Foto: SHORPY

Helen Garner es una de las más prestigiosas e importantes escritoras australianas contemporáneas. Reputada y reconocida autora de reportajes periodísticos y de piezas cortas, escribe sobre los más variados y diversos temas con una mirada precisa y sin artificios, que resulta enormemente atractiva y, por así decirlo, verdadera. He leído recientemente una excelente recopilación de algunos de sus principales artículos y reportajes en el volumen Historias reales, que vienen a ser algo así como un conjunto de breves relatos o narraciones de no ficción (algunos pueden encuadrarse en lo que se ha venido denominando como autoficción, esa ¿moda? que, como especie en expansión o fórmula literaria de indudable éxito en los últimos años, viene a ser una amalgama entre lo novelesco y lo autobiográfico, y a la que sin embargo no le faltan detractores y detractoras Por resumir, podríamos hablar del “relato que una persona real hace de su propia existencia” Se trata de una cierta literatura mestiza, en el sentido en que la define Javier Cercas al referirse precisamente a uno de sus libros de crónicas:

«…toda buena crónica aspira a participar de una triple condición: la del poema, la del ensayo y la del relato. Más humildes—o más incapaces—, las mías renuncian de antemano a las dos primeras categorías; en sus mejores momentos, propenden tal vez a la última. De hecho, acaso puedan leerse, una a una, como relatos. Como relatos reales

Volviendo a Helen Garner, el prólogo del libro citado es en realidad una historia, una dura y hermosa historia (al parecer escrita en 1980), que bien podríamos añadir a la serie de sugerencias y propuestas de lectura incluidas en varias entradas anteriores de este blog:
En Google books podemos leer este prólogo, que lleva el título de “El señor Tiarapu”. [No obstante, por si el enlace fuera eliminado, transcribo este breve relato real en el que la autora es protagonista, vive y observa, y luego lo cuenta con inteligencia y compasión].

«Un verano fui a Sidney a visitar a un amigo hospitalizado. Acababan de extirparle un tumor cerebral y convalecía, un día borrascoso, en una sala donde las persianas golpeaban y no había aire acondicionado. Mi amigo, dadas las circunstancias, se recuperaba bien. Le habían rasurado y vendado media cabeza.
           Cuando llegué estaba apoyado en las almohadas, comiendo ostras de una caja de cartón gris. Me ofreció una y dijo: «Es una pena que no hayas llegado diez minutos antes. Porque ¿a qué no sabes quién me ha traído las ostras? Patrick White. Confiaba en que llegaras antes de que se marchara; pero ha venido otra amiga mía y cuando los he presentado se ha emocionado muchísimo y ha dicho: “¡No serás Patrick White!”, a lo que él le ha respondido: “No, soy otro Patrick White».
            Nos comimos las ostras. Cuando terminamos, mi amigo dijo: «Pero me gustaría presentarte al tipo de la otra cama. Porque es de Tahití y vive en Numea y no sabe inglés… Quizá podrías hablar con él en francés». Se incorporó con la cabeza vendada y llamó al otro hombre, que parecía dormido. «Eh, M’sieu.»
            El hombre giró lentamente el cuerpo hacia nosotros. Era un individuo muy alto con la cabeza grande, de unos cuarenta y cinco años, y claramente dolorido: tenía la piel morena isleña de color ceniciento y las mejillas hundidas. Mi amigo, pronunciando con atención su francés de cuarto curso, le explicó que yo hablaba francés mejor que él. El tahitiano alargó una mano y estrechó la mía.
            -Enchanté, madame –saludó. 
            Intercambiamos las cortesías de rigor y tópicos sobre nuestras experiencias entre los franceses.
          -Les Francaises sont des racistes, des hypocrites –afirmó-. Te hablan con educación, pero te machacan por la espalda.
            Me contó que vivía en Numea y que tenía mujer y seis hijos. No sabía lo que le pasaba, salvo que no podía andar y que hacía ya varios meses que estaba así. Me contó que lo habían llevado al hospital de Numea por esa debilidad sin explicación de las piernas y que, de pronto, los médicos del hospital le habían dicho que tenían que mandarlo a Sidney «para hacerle unas pruebas». Desde que había llegado al Royal Prince Albert no había entendido nada de lo que le había ocurrido, ninuna palabra de lo que le habían dicho hasta que lo habían trasladado a la cama contigua a la de mi amigo de la cabeza abierta. «Su amigo –me dijo. Mirándome con intensidad-, es muy buena persona.»
          Le pregunté si quería que me quedara hasta que vinieran los médicos e intentara traducirle lo que dijeran. Respondió que le gustaría muchísimo, pero que no debía molestarme si tenía otros asuntos que atender. Me explicó que en Numea no le habían dado tiempo para ver a su mujer y sus hijos antes de meterlo en el avión. Dijo que le gustaría escribir a su mujer para decirle que estaba bien y contarle dónde se encontraba y que estaba esperando a que le hicieran unas pruebas. Que no había podido escribirle porque no podía pedir papel.
             Le pedí papel a una enfermera y tajo un bloc, además de un sobre y un bolígrafo. El hombre se sentó lo más erguido que pudo, se apoyó en una revista y escribió, en una letra formal y grande, una carta larga. Mientras él escribía, yo charlé con mi amigo. Hacía muchísimo calor y como había huelga de enfermeras, las que querían secundar la huelga sin desatender a los pacientes más enfermos vestían de calle en lugar de uniforme, lo cual les daba una apariencia menos intimidatoria, menos enérgica, pero no ayudaba en nada al tahitiano con su problema idiomático. Una de las enfermeras me comentó: «Llegan aviones enteros desde el hospital de Numea».
          Le pregunté cuando pasarían los médicos y me contestó que estaban al caer. El hombre, que se llamaba Tiarapu, terminó la carta, anotó la dirección en el sobre, lo cerró y luego permaneció echado con el sobre pegado al pecho, como si no supiera qué hacer a continuación. Miraba de un lado para otro.
               -¿Quiere que me la lleve y la eche al buzón? –le pregunté.
               Me dijo que sí, si no era demasiada molestia.
          Entraron dos médicos. Eran dos chicos muy jóvenes, mucho más que yo, uno australiano y otro tailandés. Se acercaron a la cama del señor Tiarapu con timidez, como si fueran ellos los visitantes y no yo. Consultaron la tablilla colgada a los pies de la cama. Dije:
              -Hablo francés y pensaba que tal vez podría explicarle al señor Tiarapu lo que le ocurre, porque no lo sabe.
              Los médicos se miraron como dos colegiales, esperando a que contestara el otro. El tailandés habló:
             -Bueno, vamos a hacerle unas pruebas.
-Quizá podrían explicarle algo más –sugerí-, seguro que está inquieto porque no sabe lo que tiene.
-¿Tiene alguna pregunta concreta que pueda traducirnos? –preguntó el australiano.
Le traduje la pregunta al señor Tiarapu, acostado con la cabeza levantada en tensión, como si tratara de comprender a fuerza de voluntad. Dijo:
-Me gustaría saber si volveré a andar. Son las piernas, es horrible no poder caminar. ¿Podría preguntarles a los médicos por qué no puedo andar y si pueden hacer algo?
Los médicos, a dúo, respondieron que tenía un bloqueo en algún punto de la espina dorsal y que las pruebas que realizarían determinarían las posibilidades de curación.
-Si solo es un bloqueo –aseguró uno de ellos, con aire algo desvalido-, podrá volver a andar si hace los ejercicios que le recomendaremos. Si hace los ejercicios, mejorará, si es que solo tiene un bloqueo.
Lo traduje. El señor Tiarapu pareció tranquilizarse. Por lo visto no tenía más preguntas y los médicos dijeron que regresarían a una hora concreta del día siguiente y que me agradecerían si pudiera estar presente para volver a traducir. Dije que allí estaría.
El señor Tiarapu me estrechó la mano y me dio las gracias. Me miró de un modo que me hizo sentir muy mal, y muy triste, como si yo fuera una especie de salvavidas. Me hubiera gustado darle un beso en la mejilla, pero temí sobrepasar alguna línea del protocolo que tal vez existiera entre blancos y negros, o sanos y enfermos.
Me despedí de mi amigo y del señor Tiarapu, y recogí la caja de cartón con las conchas de las ostras y la tiré en la papelera al salir de la sala. En medio de un viento descarnado, llevé la carta del señor Tiarapu al otro lado de la calle, a la oficina de correos, donde pedí que la franquearan, y la eché al buzón.
A la mañana siguiente regresé al hospital. El tiempo aguantaba. Cuando entré en la sala vi que el aspecto del señor Tiarapu había sufrido un cambio impresionante. Ya no tenía la cara morena; no tenía color, las mejillas habían terminado de hundirse y se diría que le costaba abrir los ojos. Pero me vio y me cogió la mano y no la soltó.
-Parece cansado –le dije-. ¿No ha dormido bien? –No sabía si hablarle de usted o tutearlo, así que elegí el usted.
-No mucho. Estaba preocupado pensando en mi mujer.
Antes de que pasaran los médicos a hacer la ronda, la puerta de la sala se abrió de golpe y aparecieron dos alegres enfermeras. Se acercaron a la cama del señor Tiarapu y cogieron la tablilla. «Sí, es este», dijo una. Dirigió una sonrisa feliz y poderosa al señor Tiarapu: «¡Vamos a trasladarlo! –anunció-. ¡A otra sala!». Agarró la esquina de la manta de algodón azul del señor Tiarapu.
Esta vez el rostro del señor Tiarapu palideció de miedo.
-No entiende lo que le dicen –expliqué-. No sabe nada de inglés.
-Oh –dijo la enfermera retrocediendo.
En ese momento entraron dos médicos en la sala. Dieron los buenos días a todos los presentes. El señor Tiarapu pasó de mirar mi cara a la de ellos, a la espera.
-¿Podrían explicarle por qué lo trasladan? –pedí-. Porque acaba de acostumbrarse a este lugar y justo empezaba a charlar con el enfermo de al lado.
Los médicos se miraron. Uno de ellos, tras una breve pausa, explicó:
-Tenemos que trasladarlo a otra sala para proseguir con las pruebas.
Le traduje al señor Tiarapu que lo trasladaban a otra sala para hacerle más pruebas. Esta información no alteró su expresión.
-¿A qué sala? –pregunté a los médicos.
-Oncología –dijo uno de ellos, y me miró directamente a los ojos con una expresión a la vez vacía y retadora.
Dijo oncología. No dijo cáncer. Y yo no estaba segura, no estaba segura al cien por cien, de que oncología significara cáncer. Y no podía preguntar porque el señor Tiarapu me cogía la mano y no nos quitaba ojo a los médicos y a mí con su cara cenicienta, y la palabra francesa para cáncer es tan parecida a la inglesa que habría resultado imposible disimularla.
-¿Quieren que le explique lo que quiere decir? –pregunté a los médicos.
Parecieron incomodarse, movieron los pies por el linóleo mullido y se miraron.
-Si quiere –respondió uno.
-Pero ¿creen que debería?
Ambos se encogieron de hombros, no porque les importara, sino porque eran muy jóvenes y probablemente no sabían mejor que yo si el paciente viviría o moriría. Cuanto más hablamos y gesticulamos así, sin traducción, más claro le quedó al señor Tiarapu que ocurría algo que alguien no quería que supiera. La responsabilidad de la transmisión de información se me había transferido directamente y yo no era la persona adecuada.
Le dije al señor Tiarapu:
-Van a trasladarlo a otra sala porque tienen que hacerle más pruebas, todavía no están seguros de lo que le pasa y aquí no pueden hacerlas.
El señor Tiarapu asintió y se recostó.
Les dije a los médicos:
-¿No tienen intérpretes? Porque yo tengo que volver  a Melbourne esta noche. No puedo quedarme más.
-Sí, creo que sí –dijo uno de ellos-. Se supone que hay una intérprete, pero es famosa por su falta de tacto.
Las enfermeras prepararon al señor Tiarapu para el traslado. Yo me quedé de pie entre su cama y la de mi amigo, que había observado todo sin hablar. Cuando el señor Tiarapu estuvo en la camilla y llegó el momento de marcharse, volvió a cogerme la mano y me dijo:
-Ha sido muy amable conmigo. Siempre recordaré su amabilidad.
Mi amigo también se despidió, y se llevaron al señor Tiarapu.
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En el relato queda bien a las claras que el paternalismo, el trato inadecuado, los problemas de (in)comunicación y la falta de empatía suelen estar muy generalizados y, como se ve, parece que han sido y son bastante comunes y universales en los servicios sanitarios. Los y las profesionales sanitarias aparecen aquí con una actitud muy distante, altiva, poco respetuosa, displicente y nada compasiva con el paciente de la historia, (desvalido, inerme y vulnerable)… ¿Es esta la actitud y la imagen que realmente debieran mantener y transmitir? ¿Es la que de verdad esperan las personas enfermas a las que atienden?

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho!
    Bien es cierto que a algunos enfermos a los que la medicación o eficacia profesional ya no sirven, lo que realmente les aporta y consuela es la atención del sanitario: una sonrisa, un "no te preocupes estamos haciendo todo lo que podemos", una palmada en la espalda, un escuchar mirando a los ojos.... Esta si que es una medicina valiosa y necesaria.

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    1. Más allá del conocimiento, de las (necesarias) competencias técnicas y habilidades profesionales, el respeto, la compasión y la empatía son, sin ninguna duda, las herramientas (más) imprescindibles y valiosas de las que dispone el personal sanitario para atender a las personas que sufren.
      Gracias por su comentario.

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