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jueves, 22 de agosto de 2019

Medicina narrativa. «La voz del dolor»…


   Joan Didion 
«El arte del que cura y el del escritor deben ir de la mano: Cada uno derrama luz sobre el otro y ambos se benefician de su mutua proximidad. Un médico que posea el arte del escritor sabrá consolar mejor a aquél que se revuelca en la agonía: A la inversa, un escritor que conoce la vida del cuerpo, sus jugos y fuerzas, venenos y facultades, posee una gran ventaja sobre el que nada entiende de estas cosas.»
(Thomas Mann. «José y sus hermanos»)

«Reconocer que vivimos dentro de narraciones -aún las de la ciencia- puede hacer que, tanto pacientes como médicos, consideremos hasta qué punto relatos diferentes pueden producir significados y realidades diferentes.»
(Silvia Carrió. «Medicina Narrativa.
Relaciones entre el lenguaje, pensamiento y práctica profesional médica»)

Como (casi) todo está conectado o relacionado con todo, como diría –pero no solo– algún epígono de Leibniz, en una especie de retícula en la que cada sistema, hipótesis, explicación o argumento contiene una parte de verdad, encuentro una cita de Joan Didion en el libro de Helen Garner, la autora de la que hablábamos en un post anterior y con cuya escritura precisamente se le ha comparado (–esas tontas simplificaciones tipo: la Joan Didion australiana… etc.): «Nos contamos historias para poder vivir…» decía la cita en cuestión («We tell ourselves stories in order to live.»), una frase que en realidad es el comienzo de un ensayo incluido en uno de sus libros más conocidos: The White Album (1979), titulado como el famoso doble álbum de The Beatles.

Reconocida de manera unánime como icono cultural femenino representante de lo que en su día se llamó “Nuevo Periodismo”, (eso de contar historias reales, o escribir perfiles o narrar crónicas, en el mismo estilo literario de la ficción), Joan Didion está considerada como una cronista fundamental de la segunda mitad del siglo XX, al menos en EE.UU.

Hace algunos años conocí a Joan Didion gracias a un breve ensayo escrito en 1968 en el que describe con absoluta precisión sus dolorosas migrañas: En cama, que es un extraordinario ejemplo de lo que desde hace algún tiempo se viene denominando como medicina narrativa, en este caso a través del escrito de una ilustre paciente.

La medicina narrativa puede entenderse como un movimiento de profesionales del ámbito sanitario que pretenden revisar sus modelos de atención, tomando en cuenta tanto su práctica asistencial como sus propias experiencias personales como pacientes. La introducción de relatos en la formación sanitaria, pone en cuestión el modelo biomédico tradicional, al valorar tanto el conocimiento subjetivo como el objetivo, el razonamiento inductivo como el deductivo, y la experiencia humana y la emoción tanto como la información científica.

Las personas enfermas pueden así ser entendidas como un texto, como un libro abierto, del que los profesionales pueden y necesitan mucho aprender… [vid. Medicina narrativa: el paciente como “texto”, objeto y sujeto de la compasión, (Acta bioeth. vol.23(2) Santiago 351-359 jul. 2017), o también: Medicina narrativa (An.Fac.Med. vol.80(1), Lima 109-113,  en. 2019)]. 

La doctora Rita Charon, médica, graduada en literatura y fundadora y directora ejecutiva del programa de medicina narrativa de la Universidad de Columbia, es una de las figuras más relevantes de este movimiento que va más allá del campo de las llamadas humanidades médicas. En este video, que resulta entrañable por el enorme entusiasmo y la humanidad que desprende, ella misma explica desde su despacho en qué consiste este enfoque, cómo empezó a aplicarlo y cómo se pueden conseguir beneficios del uso de relatos en el tránsito desde un paradigma de conocimiento disciplinar -que alguna vez pretendió ser completo, verdadero, objetivo y universal-, hacia un modelo complejo que reconozca el contexto, el perspectivismo y la imposibilidad de separar de manera tajante al observador de lo observado.


Algunas referencias bibliográficas para quien desee profundizar en el tema:

Charon R. Narrative medicine: form, function, and ethics. Ann Intern Med. 2001; 134(1):83–87.
 Charon R. Narrative and Medicine. N Engl J Med 2004; 350:862-864

Desde el año 2010 la Facultad de Ciencias de la Salud de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali (Colombia), edita semestralmente la muy reseñable Revista Medicina Narrativa, como producto de los ejercicios de escritura creativa propuestos en la metodología de las asignaturas de Humanidades Médicas. En los diferentes artículos publicados hasta hoy se destaca la importancia de las competencias narrativas para el ejercicio (no solo médico) profesional.

Finalmente, una completa e interesante tesis presentada en 2007 cuyo título es suficientemente ilustrativo: Medicina narrativa. Relaciones entre el lenguaje, pensamiento y práctica profesional médica.
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Pero volviendo a Joan Didion y a su ensayo sobre la migraña, conviene señalar que esta dolencia se considera como la tercera enfermedad más prevalente y la sexta más incapacitante en todo el planeta, la migraña es una de las enfermedades neurológicas más comunes y afecta a una de cada siete personas (!). Se calcula que en 2016 casi tres mil millones de personas presentaban algún trastorno acompañado de dolor de cabeza. La migraña fue responsable de 45,12 millones de años de vida con discapacidad; más frecuente en mujeres de entre 15 y 49 años.

A pesar de la notable carga de salud pública que supone, la migraña sigue siendo una de las afecciones médicas más estigmatizadas, subfinanciadas y poco reconocidas. Muchas personas afectadas por la migraña no pueden acceder o no reciben atención adecuada, incluso en países con alto nivel de ingresos. La falta de investigación, de programas de formación y de servicios clínicos dedicados a la migraña en países de bajos y medianos ingresos es alarmante. Estas son algunas de las razones por las que el Día Mundial del Cerebro 2019, celebrado el pasado 22 de julio, se dedicó a la migraña.

Aunque puede encontrarse fácilmente a través de Internet, transcribimos aquí el ensayo En cama (1968):

«Tres, cuatro, a veces hasta cinco veces por mes me paso el día en cama con dolores de cabeza, insensible al mundo a mi alrededor. Casi todos los días de todos los meses, entre estos ataques, siento una súbita irritación irracional y el flujo de sangre hacia las arterias cerebrales que me anuncian que la migraña está en camino, y tomo ciertas drogas para impedir su llegada. Si no tomara estas drogas, sólo sería capaz de funcionar un día de cada cuatro. El error fisiológico llamado migraña es, en síntesis, algo central en mi vida. Cuando tenía 15 o 16, incluso 25 años, pensaba que podía librarme de este error simplemente negándolo, carácter por encima de la química. “¿Sufre migrañas? ¿A veces, con frecuencia, nunca?”, demandaban los formularios de aplicación. “Elija uno”. Atenta a la trampa, deseando lo que fuera que la cumplimentación exitosa de ese formulario particular pudiera traer (un trabajo, una beca, el respeto de la Humanidad y la gracia de Dios), yo elegía una. “A veces”, mentía. El hecho de que pasara uno o dos días por semana casi inconsciente por el dolor parecía un secreto humillante, evidencia no sólo de una inferioridad química sino también de mi mala actitud, mis humores desagradables, mis ideas incorrectas.»

«Porque yo no tenía un tumor cerebral, o problemas de la vista, o presión alta, no tenía nada malo: sólo sufría de migrañas, y las migrañas eran, como sabe todo aquel que no las sufre, imaginarias. Combatí entonces contra las migrañas, ignoré las advertencias que enviaban, fui a la universidad y después a trabajar a pesar de ellas, asistí a charlas sobre inglés medieval y presentaciones a anunciantes con lágrimas involuntarias rodando por el lado derecho de mi cara, vomité en baños, llegaba a casa tropezando por instinto, vaciaba cubiteras de hielo sobre mi cama y trataba de congelar el dolor en mi sien derecha, deseando que un neurocirujano pudiera venir a hacerme una lobotomía a domicilio. Maldecía mi imaginación. Esto fue mucho antes de que empezara a pensar seriamente en aceptar las migrañas por lo que eran: algo con lo que tendría que vivir, igual que otras personas viven con diabetes.»

«Las migrañas son algo más que el capricho de una imaginación neurótica. Son una multiplicidad de síntomas, esencialmente hereditarios, el más frecuente de los cuales (pero en absoluto el más desagradable) es una jaqueca vascular de una severidad cegadora, sufrida por un sorprendente número de mujeres, un buen número de hombres (Thomas Jefferson sufría migrañas, y también Ulysses S. Grant, el día que aceptó la rendición del General Lee) y también por unos pocos niños desafortunados, a veces de sólo dos años de edad. (Yo tuve la primera cuando tenía ocho años. Me llegó durante un ejercicio contra incendios en la Escuela Columbia de Colorado Springs, Colorado. Me llevaron primero a casa y después a la sala de guardia de Peterson Field, donde mi padre estaba destinado. El médico de la Fuerza Aérea me prescribió un enema.) Casi cualquier cosa puede disparar un ataque específico de migraña: stress, alergia, un cambio abrupto en la presión atmosférica, un contratiempo con una multa de tránsito, una luz intermitente, un ejercicio contra incendios. Uno hereda, obviamente, sólo la predisposición. En otras palabras, ayer pasé todo el día en cama con dolor de cabeza no sólo por mi mala actitud, malos humores e ideas incorrectas, sino también porque mis dos abuelas tenían migrañas, mi padre tiene migrañas y mi madre tiene migrañas.»

«Nadie sabe bien todavía qué es lo que se hereda. La química de la migraña, sin embargo, parece tener alguna conexión con la hormona llamada serotonina, presente naturalmente en el cerebro. La cantidad de serotonina en el cerebro baja abruptamente ante la llegada de un dolor de cabeza, y una droga contra la migraña, la metisergida, parece tener algún efecto sobre la serotonina. La metisergida es un derivado del ácido lisérgico (de hecho el laboratorio Sandoz sintetizó el LSD mientras buscaba una cura contra la migraña), y su uso está rodeado de tantas contraindicaciones y efectos colaterales que la mayoría de los médicos sólo la recetan en casos realmente graves. Cuando se prescribe, la metisergida debe tomarse a diario, de forma preventiva; otra droga preventiva que le funciona a algunas personas es el viejo tartrato de ergotamina, que ayuda a contraer los vasos capilares durante el “aura”, el período que casi siempre precede a la jaqueca real.»

«Una vez que el ataque está en camino, sin embargo, ninguna droga puede detenerlo. Las migrañas le producen a alguna gente alucinaciones leves, a otras les ciega momentáneamente, puede presentarse no sólo como un dolor de cabeza sino también como un problema gastrointestinal, o una dolorosa sensibilidad a cualquier estímulo sensorial, una fatiga devastadora y abrupta, una afasia parecida a tener un ACV, y una incapacidad brutal para hacer las conexiones más sencillas. Cuando estoy en el aura de una jaqueca (para algunas personas el aura dura 15 minutos, para otras varias horas), paso los semáforos en rojo, pierdo las llaves de casa, vuelco lo que tengo en la mano, pierdo la capacidad de enfocar los ojos o decir frases coherentes, y en general doy la impresión de estar drogada o borracha. La verdadera migraña, cuando llega, viene con escalofríos, sudor, náuseas y una debilidad que parece poner a prueba los límites de la resistencia. Que nadie se muera de migrañas parece, a alguien que está sufriendo un ataque, una ambigua bendición.»

«Mi marido también sufre dolores de cabeza, lo que es muy desafortunado para él pero afortunado para mí: quizás no haya nada que aumente más la duración de un ataque que el ojo acusador de alguien que nunca ha sufrido un dolor de cabeza. “¿Por qué no te tomas un par de aspirinas?”, pregunta el sano desde la puerta. O: “Yo también debería tener dolor de cabeza y pasarme un día hermoso como éste aquí adentro con las persianas cerradas”. Los que padecemos migrañas sufrimos no sólo los ataques en sí mismos sino también de esta idea generalizada de que estamos negándonos perversamente a curarnos con dos aspirinas, que nos enfermamos a propósito, que nos hacemos esto “nosotras mismas”.»

«Y en el sentido más inmediato, el sentido de por qué nos duele la cabeza este martes pero no el jueves pasado, por supuesto que a menudo lo hacemos. Existe ciertamente lo que los médicos llaman “personalidad de migraña”, y esa personalidad tiende a ser ambiciosa, introspectiva, intolerante al error, bastante estructurada, perfeccionista. “No pareces tener una personalidad de migrañas”, me dijo un médico una vez. “Tienes el cabello hecho un desastre, pero sospecho que eres una ama de casa obsesiva”. En realidad mi casa está organizada con más negligencia aún que mi cabello, pero el médico igual tenía razón: el perfeccionismo también puede tomar la forma de pasar una semana escribiendo y reescribiendo sin escribir un sólo párrafo.»

«Pero no todos los perfeccionistas sufren de migrañas, ni todos los que sufren dolores de cabeza tienen personalidad de migraña. Nadie puede escapar a la herencia. He tratado de todas las maneras posibles de huir de mi propia herencia de migrañas (en algún momento aprendí a inyectarme dos dosis de histamínicos con una aguja hipodérmica, a pesar de que la aguja me asustaba tanto que tenía que cerrar los ojos para hacerlo), pero aun así tenía migrañas.»

«Ahora he aprendido a vivir con ella, a saber cuándo esperarla, cómo engañarla, y cómo tratarla, cuando llega, más como una amiga que como una visitante. Hemos alcanzado una especie de entendimiento, mis migrañas y yo. Nunca aparecen cuando estoy realmente con problemas. Decidme que se incendió mi casa, que mi marido me ha dejado, que hay un tiroteo en la calle o pánico en los bancos, y yo no voy a responder con una jaqueca. Vienen en cambio cuando estoy peleando no una guerra abierta sino de guerrillas con mi propia vida, en semanas de pequeñas confusiones domésticas, de ropa perdida en la lavandería, citas canceladas, en días sin ayuda en que el teléfono suena demasiado y no puedo trabajar y el viento se está levantando. En días así mi amiga llega sin avisar.»

«Y una vez que llega, ahora que la conozco bien, ya no lucho contra él. Me acuesto y dejo que ocurra. Al principio cada pequeña aprensión es magnificada, cada ansiedad es un terror latente. Después viene el dolor, y sólo me concentro en ello. Ahí mismo está la utilidad de la migraña, en esa yoga obligatoria, esa concentración en el dolor. Porque cuando el dolor se va, diez o doce horas más tarde, todo se va con él, todos los resentimientos ocultos, todas las vanas ansiedades. La migraña ha actuado como un cortocircuito, y los fusibles han emergido intactos. Hay una agradable euforia convaleciente. Abro las ventanas y siento el aire, como y bebo con gratitud, duermo bien. Noto el aroma particular de una flor en un vaso al pie de la escalera. Me siento afortunada.»
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En 2004, Joan Didion escribió El año del pensamiento mágico, unas conmovedoras memorias sobre la enfermedad y la pérdida en las que narra la repentina muerte de John Gregory Dunne, escritor y pareja de la autora, tras visitar a su hija Quintana Roo que se encuentra en coma en el hospital. Es una honda reflexión sobre la experiencia del dolor, el duelo y la crónica de una supervivencia.

Pero la vida, trágica y catastrófica, siguió asestando golpes: la madre espera que la hija salga de ese coma profundo producido por complicaciones de una neumonía, para así poder decirle que su padre ha muerto. La hija, ya recuperada, vuela hacia California para el aplazado servicio fúnebre de su padre y, en el mismo aeropuerto, recién llegada, sufre una caída y se golpea la cabeza, lo que le provoca un ACV que lleva a practicarle una neurocirugía de varias horas en el UCLA Medical Center. Fallece por pancreatitis poco después.

En Noches azules, publicado cinco años más tarde, Joan Didion reemprende su particular crónica del dolor y de la pena y narra también cómo fue vivir la muerte de Quintana. El texto es doloroso a la vez que bello, “como uno de esos cuadros que al contemplarlos colapsa el entendimiento.

Joan Didion, la ballena blanca del ensayo norteamericano es hoy una distinguida anciana de 84 años, de aspecto frágil y quebradizo, que sigue siendo objeto de atención e incluso controvertida imagen de marca (!).

En 2017 Netflix estrenó un documental, dirigido por su sobrino Griffin Dunne, que repasa toda su trayectoria personal.

Algunas reseñas:


Un último consejo. Si encuentran ahora una librería abierta, corran a comprar “El año del pensamiento mágico“ y “Noches azules” o la magnífica selección de artículos y ensayos “Los que sueñan el sueño dorado”, (en la que se incluye “En cama”).

En fin, sucede que

El tiempo no es una línea recta, es más bien un laberinto,
y si te pegas al lugar correcto
escuchas pasos acelerados y voces,
te escuchas caminando del otro lado…

                                                                         Thomas Tranströmer

miércoles, 14 de agosto de 2019

Una «historia real»: El señor Tiarapu

           Textbook example (1940). Foto: SHORPY

Helen Garner es una de las más prestigiosas e importantes escritoras australianas contemporáneas. Reputada y reconocida autora de reportajes periodísticos y de piezas cortas, escribe sobre los más variados y diversos temas con una mirada precisa y sin artificios, que resulta enormemente atractiva y, por así decirlo, verdadera. He leído recientemente una excelente recopilación de algunos de sus principales artículos y reportajes en el volumen Historias reales, que vienen a ser algo así como un conjunto de breves relatos o narraciones de no ficción (algunos pueden encuadrarse en lo que se ha venido denominando como autoficción, esa ¿moda? que, como especie en expansión o fórmula literaria de indudable éxito en los últimos años, viene a ser una amalgama entre lo novelesco y lo autobiográfico, y a la que sin embargo no le faltan detractores y detractoras Por resumir, podríamos hablar del “relato que una persona real hace de su propia existencia” Se trata de una cierta literatura mestiza, en el sentido en que la define Javier Cercas al referirse precisamente a uno de sus libros de crónicas:

«…toda buena crónica aspira a participar de una triple condición: la del poema, la del ensayo y la del relato. Más humildes—o más incapaces—, las mías renuncian de antemano a las dos primeras categorías; en sus mejores momentos, propenden tal vez a la última. De hecho, acaso puedan leerse, una a una, como relatos. Como relatos reales

Volviendo a Helen Garner, el prólogo del libro citado es en realidad una historia, una dura y hermosa historia (al parecer escrita en 1980), que bien podríamos añadir a la serie de sugerencias y propuestas de lectura incluidas en varias entradas anteriores de este blog:
En Google books podemos leer este prólogo, que lleva el título de “El señor Tiarapu”. [No obstante, por si el enlace fuera eliminado, transcribo este breve relato real en el que la autora es protagonista, vive y observa, y luego lo cuenta con inteligencia y compasión].

«Un verano fui a Sidney a visitar a un amigo hospitalizado. Acababan de extirparle un tumor cerebral y convalecía, un día borrascoso, en una sala donde las persianas golpeaban y no había aire acondicionado. Mi amigo, dadas las circunstancias, se recuperaba bien. Le habían rasurado y vendado media cabeza.
           Cuando llegué estaba apoyado en las almohadas, comiendo ostras de una caja de cartón gris. Me ofreció una y dijo: «Es una pena que no hayas llegado diez minutos antes. Porque ¿a qué no sabes quién me ha traído las ostras? Patrick White. Confiaba en que llegaras antes de que se marchara; pero ha venido otra amiga mía y cuando los he presentado se ha emocionado muchísimo y ha dicho: “¡No serás Patrick White!”, a lo que él le ha respondido: “No, soy otro Patrick White».
            Nos comimos las ostras. Cuando terminamos, mi amigo dijo: «Pero me gustaría presentarte al tipo de la otra cama. Porque es de Tahití y vive en Numea y no sabe inglés… Quizá podrías hablar con él en francés». Se incorporó con la cabeza vendada y llamó al otro hombre, que parecía dormido. «Eh, M’sieu.»
            El hombre giró lentamente el cuerpo hacia nosotros. Era un individuo muy alto con la cabeza grande, de unos cuarenta y cinco años, y claramente dolorido: tenía la piel morena isleña de color ceniciento y las mejillas hundidas. Mi amigo, pronunciando con atención su francés de cuarto curso, le explicó que yo hablaba francés mejor que él. El tahitiano alargó una mano y estrechó la mía.
            -Enchanté, madame –saludó. 
            Intercambiamos las cortesías de rigor y tópicos sobre nuestras experiencias entre los franceses.
          -Les Francaises sont des racistes, des hypocrites –afirmó-. Te hablan con educación, pero te machacan por la espalda.
            Me contó que vivía en Numea y que tenía mujer y seis hijos. No sabía lo que le pasaba, salvo que no podía andar y que hacía ya varios meses que estaba así. Me contó que lo habían llevado al hospital de Numea por esa debilidad sin explicación de las piernas y que, de pronto, los médicos del hospital le habían dicho que tenían que mandarlo a Sidney «para hacerle unas pruebas». Desde que había llegado al Royal Prince Albert no había entendido nada de lo que le había ocurrido, ninuna palabra de lo que le habían dicho hasta que lo habían trasladado a la cama contigua a la de mi amigo de la cabeza abierta. «Su amigo –me dijo. Mirándome con intensidad-, es muy buena persona.»
          Le pregunté si quería que me quedara hasta que vinieran los médicos e intentara traducirle lo que dijeran. Respondió que le gustaría muchísimo, pero que no debía molestarme si tenía otros asuntos que atender. Me explicó que en Numea no le habían dado tiempo para ver a su mujer y sus hijos antes de meterlo en el avión. Dijo que le gustaría escribir a su mujer para decirle que estaba bien y contarle dónde se encontraba y que estaba esperando a que le hicieran unas pruebas. Que no había podido escribirle porque no podía pedir papel.
             Le pedí papel a una enfermera y tajo un bloc, además de un sobre y un bolígrafo. El hombre se sentó lo más erguido que pudo, se apoyó en una revista y escribió, en una letra formal y grande, una carta larga. Mientras él escribía, yo charlé con mi amigo. Hacía muchísimo calor y como había huelga de enfermeras, las que querían secundar la huelga sin desatender a los pacientes más enfermos vestían de calle en lugar de uniforme, lo cual les daba una apariencia menos intimidatoria, menos enérgica, pero no ayudaba en nada al tahitiano con su problema idiomático. Una de las enfermeras me comentó: «Llegan aviones enteros desde el hospital de Numea».
          Le pregunté cuando pasarían los médicos y me contestó que estaban al caer. El hombre, que se llamaba Tiarapu, terminó la carta, anotó la dirección en el sobre, lo cerró y luego permaneció echado con el sobre pegado al pecho, como si no supiera qué hacer a continuación. Miraba de un lado para otro.
               -¿Quiere que me la lleve y la eche al buzón? –le pregunté.
               Me dijo que sí, si no era demasiada molestia.
          Entraron dos médicos. Eran dos chicos muy jóvenes, mucho más que yo, uno australiano y otro tailandés. Se acercaron a la cama del señor Tiarapu con timidez, como si fueran ellos los visitantes y no yo. Consultaron la tablilla colgada a los pies de la cama. Dije:
              -Hablo francés y pensaba que tal vez podría explicarle al señor Tiarapu lo que le ocurre, porque no lo sabe.
              Los médicos se miraron como dos colegiales, esperando a que contestara el otro. El tailandés habló:
             -Bueno, vamos a hacerle unas pruebas.
-Quizá podrían explicarle algo más –sugerí-, seguro que está inquieto porque no sabe lo que tiene.
-¿Tiene alguna pregunta concreta que pueda traducirnos? –preguntó el australiano.
Le traduje la pregunta al señor Tiarapu, acostado con la cabeza levantada en tensión, como si tratara de comprender a fuerza de voluntad. Dijo:
-Me gustaría saber si volveré a andar. Son las piernas, es horrible no poder caminar. ¿Podría preguntarles a los médicos por qué no puedo andar y si pueden hacer algo?
Los médicos, a dúo, respondieron que tenía un bloqueo en algún punto de la espina dorsal y que las pruebas que realizarían determinarían las posibilidades de curación.
-Si solo es un bloqueo –aseguró uno de ellos, con aire algo desvalido-, podrá volver a andar si hace los ejercicios que le recomendaremos. Si hace los ejercicios, mejorará, si es que solo tiene un bloqueo.
Lo traduje. El señor Tiarapu pareció tranquilizarse. Por lo visto no tenía más preguntas y los médicos dijeron que regresarían a una hora concreta del día siguiente y que me agradecerían si pudiera estar presente para volver a traducir. Dije que allí estaría.
El señor Tiarapu me estrechó la mano y me dio las gracias. Me miró de un modo que me hizo sentir muy mal, y muy triste, como si yo fuera una especie de salvavidas. Me hubiera gustado darle un beso en la mejilla, pero temí sobrepasar alguna línea del protocolo que tal vez existiera entre blancos y negros, o sanos y enfermos.
Me despedí de mi amigo y del señor Tiarapu, y recogí la caja de cartón con las conchas de las ostras y la tiré en la papelera al salir de la sala. En medio de un viento descarnado, llevé la carta del señor Tiarapu al otro lado de la calle, a la oficina de correos, donde pedí que la franquearan, y la eché al buzón.
A la mañana siguiente regresé al hospital. El tiempo aguantaba. Cuando entré en la sala vi que el aspecto del señor Tiarapu había sufrido un cambio impresionante. Ya no tenía la cara morena; no tenía color, las mejillas habían terminado de hundirse y se diría que le costaba abrir los ojos. Pero me vio y me cogió la mano y no la soltó.
-Parece cansado –le dije-. ¿No ha dormido bien? –No sabía si hablarle de usted o tutearlo, así que elegí el usted.
-No mucho. Estaba preocupado pensando en mi mujer.
Antes de que pasaran los médicos a hacer la ronda, la puerta de la sala se abrió de golpe y aparecieron dos alegres enfermeras. Se acercaron a la cama del señor Tiarapu y cogieron la tablilla. «Sí, es este», dijo una. Dirigió una sonrisa feliz y poderosa al señor Tiarapu: «¡Vamos a trasladarlo! –anunció-. ¡A otra sala!». Agarró la esquina de la manta de algodón azul del señor Tiarapu.
Esta vez el rostro del señor Tiarapu palideció de miedo.
-No entiende lo que le dicen –expliqué-. No sabe nada de inglés.
-Oh –dijo la enfermera retrocediendo.
En ese momento entraron dos médicos en la sala. Dieron los buenos días a todos los presentes. El señor Tiarapu pasó de mirar mi cara a la de ellos, a la espera.
-¿Podrían explicarle por qué lo trasladan? –pedí-. Porque acaba de acostumbrarse a este lugar y justo empezaba a charlar con el enfermo de al lado.
Los médicos se miraron. Uno de ellos, tras una breve pausa, explicó:
-Tenemos que trasladarlo a otra sala para proseguir con las pruebas.
Le traduje al señor Tiarapu que lo trasladaban a otra sala para hacerle más pruebas. Esta información no alteró su expresión.
-¿A qué sala? –pregunté a los médicos.
-Oncología –dijo uno de ellos, y me miró directamente a los ojos con una expresión a la vez vacía y retadora.
Dijo oncología. No dijo cáncer. Y yo no estaba segura, no estaba segura al cien por cien, de que oncología significara cáncer. Y no podía preguntar porque el señor Tiarapu me cogía la mano y no nos quitaba ojo a los médicos y a mí con su cara cenicienta, y la palabra francesa para cáncer es tan parecida a la inglesa que habría resultado imposible disimularla.
-¿Quieren que le explique lo que quiere decir? –pregunté a los médicos.
Parecieron incomodarse, movieron los pies por el linóleo mullido y se miraron.
-Si quiere –respondió uno.
-Pero ¿creen que debería?
Ambos se encogieron de hombros, no porque les importara, sino porque eran muy jóvenes y probablemente no sabían mejor que yo si el paciente viviría o moriría. Cuanto más hablamos y gesticulamos así, sin traducción, más claro le quedó al señor Tiarapu que ocurría algo que alguien no quería que supiera. La responsabilidad de la transmisión de información se me había transferido directamente y yo no era la persona adecuada.
Le dije al señor Tiarapu:
-Van a trasladarlo a otra sala porque tienen que hacerle más pruebas, todavía no están seguros de lo que le pasa y aquí no pueden hacerlas.
El señor Tiarapu asintió y se recostó.
Les dije a los médicos:
-¿No tienen intérpretes? Porque yo tengo que volver  a Melbourne esta noche. No puedo quedarme más.
-Sí, creo que sí –dijo uno de ellos-. Se supone que hay una intérprete, pero es famosa por su falta de tacto.
Las enfermeras prepararon al señor Tiarapu para el traslado. Yo me quedé de pie entre su cama y la de mi amigo, que había observado todo sin hablar. Cuando el señor Tiarapu estuvo en la camilla y llegó el momento de marcharse, volvió a cogerme la mano y me dijo:
-Ha sido muy amable conmigo. Siempre recordaré su amabilidad.
Mi amigo también se despidió, y se llevaron al señor Tiarapu.
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En el relato queda bien a las claras que el paternalismo, el trato inadecuado, los problemas de (in)comunicación y la falta de empatía suelen estar muy generalizados y, como se ve, parece que han sido y son bastante comunes y universales en los servicios sanitarios. Los y las profesionales sanitarias aparecen aquí con una actitud muy distante, altiva, poco respetuosa, displicente y nada compasiva con el paciente de la historia, (desvalido, inerme y vulnerable)… ¿Es esta la actitud y la imagen que realmente debieran mantener y transmitir? ¿Es la que de verdad esperan las personas enfermas a las que atienden?

viernes, 9 de agosto de 2019

Ejercicios de estío…


    Monumento a Eugenio D’Ors. Madrid
“No hay hechos sino interpretaciones… y esto es una interpretación.”
Friedrich Nietzsche
                                                                                                                                          
En estos días en que se habla tanto de cómo contar relatos, historias y metanarrativas, (o sea, el famoso y conocido storytelling aplicado al ámbito de la política, encuentro la oportuna cita de Nietsche de manera casual ojeando al azar un libro divulgativo sobre los llamados filósofos de la postmodernidad Gianni Vattimo, (de quien el diario EL PAÍS publicaba recientemente una interesante entrevista), y Jean-François Lyotard:

"A pesar de la nostalgia, ni el marxismo ni el liberalismo pueden explicar la actual sociedad posmoderna. Debemos acostumbrarnos a pensar sin moldes ni criterios. Eso es el posmodernismo", explicaba hace ya unos años el pensador francés, caracterizando la postmodernidad como la incredulidad ante los metarrelatos de la humanidad, entendiendo por metarrelatos «aquellas filosofías que pretenden abarcar la totalidad de la historia» e identificando cuatro grandes metarrelatos a lo largo de los siglos: el cristiano, el iluminista, el marxista y el capitalista…


Dicho esto, en busca de mayores síntesis y certidumbres (siempre revestidos de un saludable escepticismo, en tanto que virtud conducente a mayor conocimiento fiable, todo hay que decirlo), consulto el divertido glosario recopilado y ‘dedicado al intrépido lector’ por Salvador Giner con el acertado título de Ideas cabalesal que ya nos referíamos en esta entrada de hace aproximadamente un año.

El término Postmodernidad que aparece descrito en Wikipedia con tanta enjundia, es aquí definido como sigue:

«Apelativo híbrido dado sin ton ni son a la época de la modernidad avanzada, frecuentemente para indicar la presunta defunción de las ideologías clásicas (liberalismo, comunismo, anarquismo). Mentecatez de aquellos que no se han enterado de la vitalidad de la ideología en el mundo contemporáneo y de deshonestidad en quienes la conocen. El ‘postmodernismo’ es una charlatanería compuesta por la emisión de despropósitos sobre nuestro tiempo, definido éste como modernidad. No se sabe lo que es, salvo que con él se ha perpetrado una industria de habladores, escribidores y tertulianos mediáticos que dicen estar al día en cualquier cosa. Postverdad, o posverdad.»

Sobre el término Modernidad (en un tono algo más gamberro) Salvador Giner se limita a escribir: «La modernidad ha venido, nadie sabe cómo ha sido.»
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En fin, al hilo del paso de los días ha transcurrido ya algo más de un año desde que me incorporé en Madrid a este viejo caserón de la llamada Casa Sindical, hoy sede del Ministerio de Sanidad. [Por si alguien pudiera estar interesado, en este viejo noticiario de diciembre de 1952 (NODO 520 B min. 0:30 a 1:23) aparecen las obras de construcción de este singular (y feo) edificio].


Recién llegado al Paseo del Prado (en virtud de lo que algunos incluirían en el marco de la denominada “teoría del cisne negro”, esos sucesos extremadamente raros, atípicos, fortuitos e imprevisibles) me vi (casi) retratado en un viejo texto de Juan Benet que alguien me hizo llegar. Escrito en enero de 1981 y recogido en el libro “Páginas impares”, una memorable selección de artículos de prensa publicada en 1996, Benet definía a los Directores Generales como «esos hombres anfibios y fronterizos, con los brazos en la política y los pies en la ruda técnica». (Entre paréntesis: aunque siempre he considerado que la hibridación y los enfoques eclécticos, multidisciplinares y diversos son imprescindibles para intentar conocer mejor la realidad, debo reconocer que lo de anfibio y fronterizo me llegó al alma…). Observador agudo, de sutil ironía y caustica mordacidad, en ese mismo texto Benet se despachaba también a gusto con algunos otros personajes, como los periodistas, «que saben de todo un poco y  de nada mucho», y de los que llega a afirmar que, estando oscuramente relacionados con los políticos, vivían «al amparo de uno de los grandes fraudes sociomorales de nuestra época, el [supuesto] ‘deber’ de informar.»

Desde la sexta planta del edificio de la antigua Casa Sindical sigo asomándome cada mañana hacia el Museo del Prado y contemplo desde la ventana del despacho el curioso y enigmático monumento a Eugeni D'Ors, obra de su hijo, el arquitecto Víctor D’Ors, y de los escultores Cristino Mallo y Frederic Marès. Inaugurado el 17de julio de 1963, su estructura consta de un muro chapado de granito al que se encuentra adosado un lienzo de piedra blanca de Colmenar con una larga inscripción que resume el pensamiento filosófico de D'Ors. En la parte de atrás, un medallón, obra de Marès, con el perfil del ilustre prócer, su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte (1882-1954). Este medallón va colocado sobre un tapiz de ladrillo y sobre aquél en piedra de Colmenar se dice: «En memoria del Magisterio Orsiano dedica en 1963 Madrid esta fuente siendo alcalde el XVI conde de Mayalde».

Delante, la parte principal del monumento con un breve estanque, y en él dos figuras de bronce, obras de Mallo: una mujer con el brazo en alto, que representa el clasicismo, lo angélico, la cultura y la norma, apacigua o exorciza a un pequeño dragón o basilisco, que representa lo espontáneo, lo natural y lo demoníaco. El conjunto simboliza así la Sabiduría frente a la Ignorancia.

Dando fondo al estanque sobre el lienzo de piedra caliza se lee la citada inscripción orsiana a modo de resumen de su doctrina moral:



«Todo pasa: una sola cosa te será contada, y es tu obra bien hecha. Noble es el que se exige, y hombre tan sólo, quien cada día renueva su entusiasmo, sabio al descubrir el orden del mundo: que incluye la ironía. Padre es el responsable, y patricia misión de servicio, la política debe ser católica, que es decir universal; apostólica, es decir, escogida; romana, es decir, una. Una también la cultura: Estado libre de solidaridad en el espacio y de continuidad en el tiempo. Que todo lo que no es tradición es plagio. Peca la naturaleza; son enfermizos ocio y soledad. Que cada cual cultive lo que de angélico le agracia, en amistad y diálogo.»


El texto es lo suficientemente elocuente y representativo de los valores tradicionales de una cultura alineada con el rancio nacional-catolicismo entonces imperante, que establece una relación muy sólida entre el Bien, la Verdad y la Belleza. D’Ors condena la innovación y la transgresión, reivindicando el clasicismo, entendido como expresión de habilidad y orden, con matices de ironía, como única concesión a lo moderno.


Es significativo destacar el lugar elegido para emplazar el monumento, en el marco espacial que une la puerta de Velázquez del Museo del Prado (sobre el que precisamente Eugenio D’Ors escribió en 1922 una apasionada guía –de lectura muy recomendable- que es toda una teoría estética: Tres horas en el museo del Prado) con uno de los edificios de manifiesta orientación fascista que aún perviven en Madrid: este antiguo "edificio de Sindicatos", reconvertido actualmente en sede del Ministerio de Sanidad, en el que me encuentro. Para enfatizar los objetivos retóricos de Víctor D'Ors y las autoridades municipales franquistas de la época, el medallón con el perfil de Eugeni d'Ors da la cara al edificio de sindicatos, mientras la lápida mira hacia el Museo del Prado.

Así recogió el evento la prensa de la época: refiriéndose al interesado como maestro de la filosofía y de la crítica de arte...

En fin, para ampliar la información sobre este singular personaje, que «pasó de ser un nacionalista catalán radical en su brillante juventud a un falangista imperial en su decadente vejez», y de quien el pintor José Moreno Villa llegó a decir que era un espectáculo de farsantería y ejemplaridad” conviene acercarse a la excelente y minuciosa biografía de Javier Varela publicada en 2016 y ganadora del premio Gaziel de Biografías y Memorias.




En fin... y mientras tanto, aquí seguimos, convencidos de que conviene no rendirse al inmediatismo (suelo recordar con frecuencia aquello de que la inmediatez aplasta la visión estratégica) ni a una cierta política distraída
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