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miércoles, 2 de agosto de 2017

Aniversario con enfermeras


        Office of Inpatient Nurses. Washington Sanitarium. Takoma Park, Maryland, dec 1928. Foto: Shorpy 


Para qué sirve un blog

Hoy, 2 de agosto, se cumplen ya seis años desde que se me ocurrió la bendita (?) idea de alumbrar un blog que me permitió sobrevivir en los tiempos oscuros de funcionario forzosamente desocupado, me obligó a leer mucho, a estudiar, ordenar algunas ideas, aprender y conocer algo más sobre la naturaleza de la Red, compartir y hacer alguna modesta aportación al ámbito sanitario del 2.0 y, sobre todo, me ayudó a no estar (o sentirme) solo, a permanecer despierto, a seguir manteniendo como estímulos la duda, la perplejidad y el asombro, el interés y la curiosidad intelectual, en definitiva a estar atento y abierto al mundo, es decir, a la vida…

Recordatorios y casualidades

Hace apenas dos meses, el Dr. Jordi Varela recomendaba en su blog Avances en gestión clínica un breve ensayo del Premio Pulitzer y famoso oncólogo Siddartha MuKherjee sobre “las leyes de la medicina” (The Laws of Medicine. Field notes from an uncertain science). En este librito el autor confiesa que una de las lecturas que más le influyó en su carrera fue la autobiografía del eminente médico norteamericano Lewis Thomas, un magnífico conjunto de ensayos publicados en 1983 con el título The Youngest Science: Notes of a Medicine Watcher. A lo largo de sus páginas, el doctor Thomas (1913-1993) narra cómo transcurrió su vida dentro de la profesión médica, al tiempo que indaga sobre la naturaleza misma de la medicina (a la que denomina “la ciencia más joven”). Durante su carrera Lewis Thomas fue uno de los más brillantes y populares escritores de divulgación sobre temas científicos (al estilo del neurólogo Oliver Sacks, el paleontólogo Stephen Jay Gould y muchos otros).

Obviamente, una cosa llevó a la otra. La lectura de The laws of Medicine… me condujo a The Youngest Science… El libro en cuestión fue publicado en España en 1985 ('La ciencia más joven. Notas de un observador de la Medicina') y hoy es prácticamente inencontrable, salvo en ediciones de segunda mano o en librerías de viejo. Tengo la gran suerte de poseer un ejemplar, y ha sido un inmenso placer volver a leer algunos de estos hermosos ensayos. He considerado oportuno compartir y transcribir algunas partes de uno de los capítulos (‘Enfermeras’), en el que explica precisamente cuál era el trabajo de los profesionales de enfermería hace unos cien años:

 Enfermeras
«Cuando en 1903 mi madre se convirtió en enfermera titular del Hospital Rooselvet nadie se planteaba interrogante alguno sobre lo que las enfermeras hacían en cuanto que profesionales: hacían lo que los médicos mandaran. El médico responsable realizaba su recorrido por las salas a primera hora de la mañana; cuando llegaba al despacho la enfermera jefe debía estar aguardándolo, hacerse cargo de su sombrero, abrigo y bastón y permanecer de pie mientras ingería una taza de té antes de iniciar las visita. Para entrar en las salas, la enfermera sostenía la puerta cediendo el paso a médicos y estudiantes. Entre cada cama, una vez efectuada la exploración y evaluados los progresos del paciente, el médico indicaba a la enfermera las medidas para ese día, que las anotaba en la parte de la gráfica destinada para tal fin. Una hora o dos después, el médico había concluido sus visitas y abandonaba la sala; el frenético trabajo del resto del día y de la noche correspondía a las enfermeras. Además de cumplir las órdenes recibidas, tenía una infinidad de tareas rutinarias que llevar a cabo, todas ellas aprendidas durante los dos años de escuela de enfermería: cambiar las sábanas siguiendo una secuencia de plegado y remetido imposible para  alguien que no fuera una enfermera capacitada; lavar a los pacientes de pies a cabeza, llevar las cuñas a los pacientes, retirarlas, vaciarlas y lavarlas [no existía aún la figura del personal técnico en cuidados auxiliares); tomar la temperatura cada cuatro horas y registrarla meticulosamente en la gráfica colgada a los pies de la cama; administrar enemas; recoger, etiquetar y enviar al laboratorio las muestras de orina y heces; llevar los específicos recetados, habitualmente píldoras y extractos o tinturas vegetales. Durante gran parte del año, aproximadamente la mitad de los cuarenta enfermos de la sala tenían fiebre tifoidea, lo que significaba que la enfermera debía cambiarse de bata y lavarse la mano con desinfectante al pasar de un paciente a otro. Los enfermos con fiebre alta recibían friegas de alcohol a intervalos frecuentes; las que se les daban en la espalda a última hora de la tarde eran el rito previo al sueño. Además de tener a su cargo la rutina cotidiana, las enfermeras eran las responsables de responder a las llamadas de los pacientes, y ello con la mayor diligencia; estas llamadas interrumpían continuamente sus metódicos recorridos de la sala. Debían saber evaluar las situaciones rápidamente: en un caso de fiebre tifoidea un dolor abdominal repentino podía significar una perforación intestinal, mientras que una brusca aparición de sed, debilidad y palidez podían traducir una hemorragia intestinal; si un paciente tuberculoso sufría un vómito de sangre, se trataba de una emergencia. En ocasiones quienes avisaban eran los vecinos del paciente que experimentaba un súbito empeoramiento: los pacientes de las salas siempre se mantenían estrechamente vigilados unos a otros. Cuando llegaban las situaciones de emergencia las enfermeras tenían que llamar rápidamente al médico de guardia, habitualmente el interno asignado a la sala, que en ocasiones podía hallarse en consultas, en el laboratorio de diagnóstico (los internos de la época hacían todo el trabajo de laboratorio personalmente; los técnicos aún no se habían “inventado”) o en su cuarto. Las enfermeras no estaban autorizadas a poner inyecciones ni a realizar procedimientos de emergencia tales como punciones lumbares o torácicas, pero sí se esperaba de ellas que supieran cuando estaban indicadas y hubieran preparado el instrumental pertinente para el momento en que el médico apareciera en la sala.
 Aunque se trataba de una ocupación agotadora, para mi madre no había trabajo más gratificante ni que ofreciera mayores compensaciones.»

(…)

«Agotadas ya por una creciente carga de tareas rutinarias, se han visto obligadas a encargarse también de funciones administrativas, tales como mantener las historias al día, cerciorarse de que se dispone de todo el material necesario para hacer frente a cualquier tipo de eventual emergencia, supervisar las actividades del nuevo grupo paraprofesional que componen las ayudantes tituladas, a cuyo cargo corre ahora buena parte del trabajo que junto a la cabecera del enfermo realizaban antiguamente las enfermeras, ejercer un cierto control sobre celadores, conserjes, y personal del servicio de limpieza, y cuidar de que los pacientes para quienes se han indicado exploraciones radiológicas estén en el departamento de radiología cuando les corresponde. Esto significa más tiempo sentadas ante las mesas de sus salas y del control y menos a la cabecera de los pacientes. Las enfermeras están cayendo en la cuenta, quizá demasiado tarde, de que se les va privando gradualmente de la obligación que suponía su recompensa más importante, pero que se había dado tan por supuesta que nadie la mencionaba jamás entre la lista de los deberes de una enfermera: el estrecho contacto personal con los pacientes. Junto a lo que llenaba la prolongada jornada de trabajo, en la que debían realizar todas las duras y a veces degradantes tareas que les eran asignadas, las enfermeras tenían una oportunidad inigualable para establecer vínculos cordiales con un gran número de seres humanos atribulados. Escuchaban a sus pacientes noche y día, confortándoles a ellos y a sus familias, se convertían en sus amigas, eran necesitadas. Asistir a la pérdida gradual de esta parte de su trabajo ha sumido al colectivo de las enfermeras en la mayor de las inquietudes y ha supuesto una gran preocupación para los responsables de las nuevas y florecientes escuelas de enfermería.»

(…)

«Una cosa que las enfermeras hacen es mantener el funcionamiento de las salas. Cuando uno observa los entresijos de un hospital grande y complejo desde la aventajada perspectiva de la cama, no pude por menos de sentirse absolutamente asombrado de que la institución entera no se vaya al cuerno en determinados momentos. El funcionamiento de un hospital depende de la interacción de fuerzas poderosas, cada una de las cuales intenta empujar a las demás en una dirección diferente; aunque todas ellas resulten esenciales para las demás, siempre se hallan enfrentadas entre sí.»

(…)

«En tanto que paciente, primero de los servicios de medicina interna y luego de los quirúrgicos, descubrí que quienes impiden que todo se haga pedazos, el ‘adhesivo’ gracias al cual la institución funciona son las enfermeras y nadie más. Las enfermeras –las buenas al menos, y todas las de mi planta lo eran- tienen a gala estar al tanto de todo lo que ocurre. Detectan los errores, antes de que se cometan, saben todo lo que hay escrito en la historia clínica, y lo más importante de todo, saben que sus pacientes son seres únicos y pronto entablan relaciones con familiares y amigos. Este conocimiento es la base de sus rápidas intuiciones y de la actuación que de ellas se deriva. El paciente medio de un hospital grande teme perder su identidad, convertirse en el nombre y el número impresos en la tira de plástico ceñida a su muñeca, siempre en peligro de que una camilla lo transporte al lugar erróneo donde será sometido a los procedimientos erróneos o peor aún, de ‘no’ ser transportado cuando le corresponda. Si los docentes o el jefe de servicio quizá dejen caer un par de frases consoladoras cuando pasan visita –y lo normal es que tengan prisa- hacen falta la alegría y la confianza de una enfermera competente, que se pasa el día entrando y saliendo de la sala por un motivo u otro, para apuntalar la seguridad del paciente en que las cosas van por el buen camino.»

Además de hablar de la seguridad del paciente, como puede comprobarse, en este breve ensayo el doctor Lewis Thomas se refiere también a las a menudo tensas, difíciles e incluso hostiles relaciones entre profesionales médicos y de enfermería, reconociendo sin embargo el enorme esfuerzo y la gran labor desempeñada por las enfermeras y manifestando en primera persona su enorme respeto y consideración por la que fue la profesión de su madre:

«Por mi propia experiencia, pues, -concluye- estoy completamente a favor de las enfermeras. Si deciden continuar su ‘batalla’ profesional contra los médicos, si pretenden incrementar su estatus laboral y salarial, si para enfurecimiento de los médicos reclaman la equiparación profesional con ellos, estoy de su parte.» 
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Para finalizar, como celebración y regalo de aniversario, un conocido tema de Wim Mertens: Close Cover (1983), del álbum del mismo título, utilizado más tarde en la banda sonora de la película El vientre de un arquitecto (1987), de Peter Greenaway. Saludos a todos y a todas...

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