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jueves, 4 de abril de 2013

El sentido del tiempo

  Foto: Tom Hussey
                                              "La vida se vive hacia adelante, pero se comprende hacia atrás."
                                                                                                                    S. Kierkegaard

La flecha deltiempo” es un concepto empleado por vez primera en el año 1927 por el astrónomo británico Arthur Eddington, quien la usó para referirse a la irreversibilidad temporal y distinguir una dirección en el tiempo en un universo relativista de cuatro dimensiones, que podría determinarse estudiando los distintos sistemas de átomos, moléculas y cuerpos. En 1928, publicó su libro The Nature of the Physical World, que contribuyó a popularizar esa idea de la ‘flecha del tiempo’. Eddington escribe:

“Dibujemos una flecha del tiempo arbitrariamente. Si al seguir su curso encontramos más y más elementos aleatorios en el estado del universo, en tal caso la flecha está apuntando al futuro; si, por el contrario, el elemento aleatorio disminuye, la flecha apuntará al pasado. He aquí la única distinción admitida por la física. Esto se sigue necesariamente de nuestra argumentación principal: la introducción de aleatoriedad es la única cosa que no puede ser deshecha. Emplearé la expresión “flecha del tiempo” para describir esta propiedad unidireccional del tiempo que no tiene su par en el espacio."

Durante siglos, la idea del paso del tiempo ha intrigado a generaciones enteras de filósofos, hombres de ciencia, escritores o artistas, pero como recuerda Paul Davies, para la física, desde comienzos del siglo XX, "el tiempo, en su marco conceptual, no transcurre, sino que simplemente es." Una buena revisión de todo ello y de las ideas filosóficas que subyacen al concepto se encuentra aquí: Determinismo,indeterminismo y la flecha del tiempo en la ciencia contemporánea.

En su novela La flecha del tiempo o la naturaleza de la ofensa, (Time's Arrow or The Nature of the Offence, 1991),  el escritor británico Martin Amis, pretende contar la vida de una persona en orden inverso, es decir, empezando desde su muerte y su vejez y terminando por la infancia. Un planteamiento literario original, (aunque ya abordado por otros autores cf. Viaje a la semilla, un cuento de Alejo Carpentier escrito en 1944), que presenta la dificultad de sostener la intriga y construir una historia que mantenga el interés y resulte coherente. Para ello, el autor crea una especie de “otro yo” o "segunda conciencia" del protagonista de la historia que actúa como narrador omnisciente, hablando sobre él en tercera persona, o de sí mismo(a) en primera persona, a lo largo de toda la novela. Ese otro yo nace en el interior del protagonista, inicialmente el doctor Tod T. Friendly en el momento de su muerte, y le acompaña, sin poder intervenir en los acontecimientos, a medida que el médico se va haciendo más joven.

Pese a la dificultad, el resultado constituye un alarde de ingenio literario que desafía la narración convencional y obliga al lector a un importante ejercicio intelectual hasta que asume el orden y el sentido de la narración y de los hechos:

“…el libro comienza con la muerte de su protagonista, tras un infarto, en un hospital y poco a poco se va reconstruyendo su vida de delante hacia atrás. Así, como en una cinta con el rewind puesto, cualquier actividad cotidiana se convierte en un proceso "extraño". La gente –al comer– expulsa la comida de su boca para depositarla en un plato y luego meterla dentro de latas; las parejas explotan de rabia, luego se pelean, más tarde se enamoran y finalmente dejan de conocerse; los cirujanos actúan sobre cuerpos sanos, los descosen, introducen vísceras enfermas en su seno y luego sellan la carne con un bisturí de forma mágica. Todo carece de aparente lógica. Incluso los diálogos de la novela sólo tienen sentido si se leen desde las páginas posteriores hasta las anteriores. Suena complicado, molesto, un simple artefacto literario para sacar pecho, pero la maestría de Amis convierte el libro en un extraño objeto que obsesiona y anima a avanzar al lector, creando la misma intriga que si la acción se desarrollara normalmente.” (Daniel Entrialgo, en Almirante Esquire ‘diario de a bordo’ de la redacción de la revista Esquire).


El sentido de la escritura hace que las circunstancias de cualquier ser humano se vean con otra perspectiva al contemplar el final y las consecuencias de cada acto, dirigiéndonos lentamente hacia las causas iniciales que lo motivaron, que parecen más inocentes y tan inevitables como el resto de lo que sucede “después”. Todo ello no hace sino poner de manifiesto y acentuar aún más una cierta sensación de inevitabilidad y falta de lógica en el sentido de los hechos que conforman toda una vida, tras adoptar cualquier decisión de manera aparentemente libre.

Algunas de las peripecias de la vida ‘a la inversa’ del médico protagonista resultan terriblemente duras y desesperanzadas, hasta desembocar en un terrible final que desvela el secreto de sus orígenes, cuando cobra sentido el carácter real del médico y la naturaleza de la ofensa que figura en el título del libro. Los nombres y seudónimos que sucesivamente va adoptando tampoco son casuales; Tod T. Friendly, por ejemplo: Tod en alemán significa muerte, y friendly, amistoso-a en inglés. John Young, Hamilton de Souza y Odilo Unverdorben son otros nombres de ese mismo hombre.

Como en otras obras suyas, el autor hace gala de su habitual ironía que se convierte en un humor negro, afilado, ácido y en ocasiones corrosivo… con el que nadie queda a salvo. Tiene uno la desagradable sensación de que hay un cierto “ajuste de cuentas” con la profesión y la práctica médica; no me refiero a los capítulos finales del libro, que describen las horrendas actividades del doctor Odilo Unverdorven. Basta con leer algunos párrafos y las feroces descripciones de la práctica profesional previa, (en realidad posterior), del protagonista:

“La consideración social de que disfrutan los médicos es, sin duda, formidablemente elevada. Cuando el médico circula entre las gentes, con su bata blanca, con su maletín negro, los ojos de todo el mundo parecen elevarlo a las alturas. Las madres son las que mejor lo expresan: se comportan como si el médico tuviera cierto poder sobre sus hijos; como médico puedes dejar solos a los niños, o llevártelos y traerlos más adelante, si eso es lo que decides. Sí, caminamos muy tiesos. Nosotros, los médicos. Nuestra sola presencia es escarmiento y correctivo de los demás: los pone sumamente serios. Los ojos de los demás mirando al suelo, dan al médico su porte distinguido, su semblante heroico e inquisitivo, ese nimbo carente de humor. El soldado biológico.” (…)

“…la práctica de la medicina entraña una suerte de actuación cultural cara al público: los gestos, las cadencias, los movimientos del honesto ejercicio del poder. Todo va sobre ruedas. La sociedad lo acoge complacida.” (…)

”Desde el principio, todo el equipo del hospital mostró un compañerismo instintivo, corporativo. El espíritu de cuerpo es estupendo., está lleno de idealismo. Eso que llaman sociedad… está detrás de nosotros. Mediamos entre el hombre y la naturaleza. Somos soldados de una biología sacra. Como soy curandero, cuanto hago es curativo, de un modo u otro.”

En una consulta:
(Nótese que la narración discurre de atrás hacia adelante, de manera que en realidad las últimas frases de la conversación son las que aparecen en primer lugar).

“Parece que nos especializamos en las siguientes áreas: burocracia, gerontología, enfermedades del sistema nervioso central y lo que llaman ‘charla amistosa’ [el autor realiza aquí un juego de palabras con el nombre del protagonista: Tod T. Friendly]. Me sitúo enfundado en mi bata blanca, con el martillo de los reflejos, diapasones, una linterna minúscula, espátulas, alfileres, agujas. Mis pacientes son incluso más viejos que yo. Hay que decir que, habitualmente, parecen bastante animados cuando entran. Se vuelven, toman asiento, dicen que sí valerosamente con la cabeza. «Eso es todo», dice Tod. El paciente contesta: «Gracias, doctor», y le entrega su receta. Tod coge el trozo de papel y hace el numerito habitual con la pluma y el talonario de recetas.

-          Voy a recetarle algo –dice Tod con cierta grandilocuencia- que le hará sentirse mejor.

Una mierda de colores, como si no lo supiera yo: en el momento menos pensado, con prepotencia y brusquedad, y más teniendo en cuenta lo poco que se conocen, Tod le meterá el dedo en el culo.

-          Asustado más bien –dice el paciente al tiempo que se suelta el cinturón.
-          Pues yo lo encuentro bien –dice Tod-. Para la edad que tiene, claro. ¿Se siente usted deprimido?


Después del asunto de la camilla (podrido trámite para los dos: ¡cómo nos estremecemos todos!), Tod se dedica a palpar; por ejemplo, la carótida, en el cuello, y las arterias temporales, delante de los oídos. Luego, las muñecas. Después saca a relucir la campanilla del fonendoscopio, sobre la frente, encima de las órbitas.

-          Cierre los ojos –dice Tod al paciente, el cual, como es natural, los abre inmediatamente-, cójame de la mano. Levante el brazo izquierdo. Bien así. Relájese, es solo un momento.

Entonces le suelta la ‘charla amistosa’, que por lo general viene a ser como sigue:

Tod: Podría provocar el pánico entre los asistentes.
Paciente: Gritar ‘¡fuego!’
Tod: ¿Qué haría si estuviese en el cine, o en un teatro, y viese una llamarada y una humareda?
Tod hace una pausa.
Paciente: Perdone, ¿cómo ha dicho?

-          Esa respuesta es anormal. La respuesta normal habría sido: «Nadie es perfecto. No critiquemos a los demás.»
-          Que no ve tres en un burro –dice el paciente, frunciendo el ceño.
-          ¿Qué da a entender la frase: «Ve la paja en el ojo ajeno y no ve la viga en el propio»?
-          Eh…, setenta y seis. No, ochenta y seis.
-          ¿Cuánto es noventa y tres menos siete?
-          1914-1918.
-          ¿Cuáles son las fechas de la Primera Guerra Mundial?
-          De acuerdo –dice el paciente, enderezándose en su asiento.
-          Ahora voy a hacerle unas cuantas preguntas.
-          No.
-          ¿Duerme usted bien? ¿Tiene algún problema digestivo?
-          Cumpliré ochenta y uno en enero.
-          Y tiene usted… ¿Qué edad tiene?
-          Que me siento raro.
-          Vamos a ver: ¿cuál es el problema?

Y eso es todo. A decir verdad, no se les ve demasiado animados cuando se marchan. Retroceden, se alejan de mí con los ojos muy abiertos. Y ya está: se han ido. Hacen sólo una pausa para cumplir con una obligación que encuentro bastante absurda: llamar quedamente a la puerta al salir. Al menos puedo asegurar que a todos esos vejetes no les hago ningún daño, ni real ni duradero. Al contrario que casi todos los demás pacientes de los Servicios Médicos Asociados, de aquí no salen mejor ni peor de cómo entraron.”

En este tiempo invertido, como una especie de cinta de video rebobinándose, los hechos se van sucediendo de manera inexorable y el propio narrador se refiere a la misma estructura de la novela:

“He observado, por supuesto que en el pasado, que muchísimas conversaciones tendrían bastante más sentido si se pasaran a la inversa.” (…)

“El tiempo, la dimensión humana, la que hace de nosotros lo que somos.”

En el hospital:
Esta es la descripción de la actividad quirúrgica a mediados de los años cincuenta, cuando el protagonista es el doctor John Young ejerciendo en un hospital de Nueva York:

“El aire del hospital no es ni frío ni caliente, y está lleno de actividad, y sabe a órganos humanos misteriosamente neutralizados o conservados por error. Nosotros los médicos, nos desplazamos entre el techo y el suelo, entre los neones y el rechinar del linóleo. En estos pasillos se tiene la sensación de que la novocaína es necesaria; moralmente, somos como la lengua refrigerada en el sillón del dentista, con la boca abierta de par en par para recibir los instrumentos del dolor, pero muda. En la sala de operaciones sólo se ven mis ojos. Aquí los hombres se cubren el cabello con gorros de papel, las mujeres con pañoletas. Calzo zuecos con suela de madera. Zuecos. ¿Por qué zuecos? Llevo mi bata de cirujano, mis guantes de goma, que se adhieren a la piel. Y un antifaz de bandolero. Llevo en la frente una linterna conectada a un transformador en el suelo, sepultado a medias por la sangre. Por la espalda me baja el cordón, bajo la bata, y serpentea detrás de mí como si fuese el rabo de un mono o de una bestia. Con nuestros ojos no vemos más que los ojos de los demás. La víctima es invisible, está envuelta en un sudario, salvo el trozo en el que hemos de trabajar. Al terminar la faena nos lavamos las manos, como neuróticos bien adiestrados. En el espejo hay un cartel: «Conviene cepillar cada uña cincuenta veces. Las yemas de los dedos han de estar a una altura superior a la del codo. Cada cepillado ha de efectuarse en ambos sentidos. Cada dedo tiene cuatro caras.» Luego, los fluorescentes del vestuario, las taquillas, la moqueta de fibra, los contenedores de la lavandería y los cubos de basura más grandes que sea posible imaginar, de los que sacamos nuestro atuendo, previamente ensuciado como corresponde. En Urgencias, siempre es sábado por la noche. Todo es posible.
¿Quieren saber qué hago? De acuerdo. Aparece alguien con una venda en la cabeza. No nos entretenemos. Se la quitamos en un santiamén. Tiene un boquete en la cabeza. Así que hacemos lo debido. Le metemos un clavo dentro. Sacamos el clavo, cuanto más oxidado mejor, de la basura, o de donde sea. Y luego llevamos al paciente a la sala de espera, donde se le deja a su aire para que dé berridos un buen rato, antes de devolverlo a la noche de la que salió.”
(…)
“Dicho de manera muy simple, el hospital es una situación que en conjunto sólo produce atrocidades. A una atrocidad seguirá otra, mayor o menor, irremediablemente: como si una atrocidad fresca y recién hecha fuese necesaria para convalidar la atrocidad anterior. Como si la atrocidad anterior fuese necesaria para convalidar la atrocidad que ha de venir después. Alto, basta, pero… Pero es imposible parar.
Atrocidad tras atrocidad, y luego más atrocidades, y más, y más.”
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He aquí, con toda su crueldad y toda su crudeza, al heredero de Nabokov, de Saul Bellow, de Joyce, de Philip Roth y de su propio padre, Kingsley Amis, en una novela fascinantemente extraña e hipnótica…

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