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lunes, 11 de agosto de 2014

Ver y ser visto: las huellas de la vida

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Rembrandt. Autorretrato (1669). National Gallery

"La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía."
Karl Ove Knausgård (La muerte del padre)

Comienzo la lectura en estos días estivales del primer tomo de una de esas obras mayores, escritas “con lucidez existencial y honestidad sanguinaria” que, a juicio de algunos críticos, supone una gesta literaria comparable a las obras de Marcel Proust, Robert Musil o Thomas Mann, en cuyas coordenadas se sitúa. Se trata de La muerte del padre, del escritor noruego Karl Ove Knausgård, la primera de las seis novelas autobiográficas, escritas entre 2009 y 2011, que conforman el ciclo Mi lucha, un ambicioso proyecto en el que a lo largo de más de 3.600 páginas el escritor se confiesa e indaga dolorosamente sobre su pasado, desmenuzando su propia historia y su peripecia vital. Una prosa exacta, minuciosa, adictiva e hipnótica, que consigue convertir la rutina en gran literatura, en acertada expresión de Alberto Manguel.

Casi al comienzo del libro (págs. 35-36) me encuentro con este rotundo y fascinante pasaje, que no me resisto a transcribir íntegramente en el blog:

«Lo único que no envejece de la cara son los ojos. Son igual de claros el día que nacemos que el día que morimos. Es cierto que sus venas pueden reventar y las retinas se vuelven más mates, pero su luz no cambia nunca. Hay un cuadro que me acerco a ver cada vez que voy a Londres y que me conmueve con la misma fuerza cada vez. Es el autorretrato de Rembrandt tardío. Los cuadros del Rembrandt tardío suelen caracterizarse por una rudeza casi inaudita, en la que todo está subordinado a la expresión de ese determinado momento, como resplandeciente y sagrado, hasta ahora algo inigualado en el arte, con la posible excepción de lo que Hölderlin logra en sus poemas tardíos, por muy incomparable que suene, porque donde la luz de Hölderlin conjurada en el lenguaje es etérea y celestial, la luz de Rembrandt es conjurada en el color: el de la tierra, el del metal y el de la materia; pero este cuadro, que se encuentra en la National Gallery, está pintado de un modo algo más cercano al clasicismo realista, más cerca de la expresión del joven Rembrandt. Pero lo que representa es al viejo Rembrandt. A la vejez. Todos los detalles del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están estampadas en él, se dejan seguir. La cara tiene surcos, arrugas, bolsas, está ajada por el tiempo. Pero los ojos son claros, y aunque no son jóvenes, al menos parecen fuera de ese tiempo que por lo demás caracteriza su cara. Es como si otra persona nos mirase desde algún lugar más al fondo de la cara, donde todo es diferente.. Más cerca que esto será difícil llegar al alma de otra persona. Porque todo lo que tiene que ver con la persona de Rembrandt, sus costumbres y vicios, los olores y sonidos de su cuerpo, su voz y su vocabulario, sus pensamientos y opiniones, su manera de comportarse, sus defectos y sus achaques, todo lo que constituye una persona a los ojos de los demás, se ha borrado, el cuadro tiene más de cuatrocientos años, y Rembrandt murió el mismo año en que lo pintó, de modo que lo que está retratado, lo que Rembrandt ha pintado, es la mismísima existencia de este ser humano, esa existencia a la que despertaba cada mañana, y que enseguida se le metía dentro de los pensamientos, pero que no eran pensamientos en sí, aquello que enseguida se le metía en los sentimientos, pero que no eran sentimientos en sí, y aquello que todas las noches lo abandonaba al quedarse dormido, al final para siempre. Es esa parte del ser humano que el tiempo no toca, y aquello de lo que la luz de los ojos procede. La diferencia entre este cuadro y los demás cuadros tardíos pintados por Rembrandt es la diferencia entre ver y ser visto. Es decir, en este cuadro se ve a sí mismo, a la vez que él mismo es visto, y supongo que esto sólo era posible en el barroco, con su gusto por el espejo dentro del espejo, el juego dentro del juego, la puesta en escena y la fe en la conexión de todas las cosas, una época en la que la perfección artesanal alcanzó un nivel nunca logrado por nadie ni antes ni después. Pero existe en nuestro tiempo y observa por nosotros.»

El párrafo no deja de ser una descripción bastante precisa de lo que encierra la propia obra: “Todos los detalles del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están estampadas en él, se dejan seguir.” Un implacable, riguroso y arriesgado ejercicio de introspección extrema a través del cual el autor se desnuda a sí mismo y se expone ante todos, en coherencia con su afirmación, según la cual: “Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos. No de lo que ocurre allí, no de qué clase de actos se realizan allí, sino del allí en sí. Ese es el lugar y la meta de la acción de escribir. ¿Pero cómo llegar hasta ese punto?”.

Vida y literatura, realidad al fin, la novela constituye una dolorosa y controvertida autoficción que intenta conjurar la muerte y al mismo tiempo dar cuenta del proceso de escritura… Una lectura nada convencional y poco recomendable para quienes leen como mero pasatiempo o sólo para confirmar el estado de las cosas. Adentrarse en este libro es una experiencia dura pero absorbente; radical e intensa, incómoda y hostil incluso, pero tal vez imprescindible… que nadie espere, pues, rastro de piedad o concesión alguna en estas páginas. 

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