martes, 4 de diciembre de 2012

Lecturas e incertidumbres sobre lo público (I)

Conflicto minero en Asturias, marzo de 2012. Foto: Alberto Morante

Recupero de los estantes de mi biblioteca tres pequeños libros que comparten cierto carácter premonitorio que les hace ser muy actuales en su extraña vigencia, transcurridos en algún caso casi veinte años de su publicación. He aquí sus títulos: Futuro incierto, Perspectivas de guerra civil y Contrafuegos, (éste último con un sugerente subtítulo: Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal).

Futuro incierto es un breve ensayo, casi un opúsculo, publicado en 1993 por el profesor de sociología Enrique Gil Calvo, columnista y colaborador habitual en distintos medios, cuya lectura sigue siendo muy interesante.

El librito anuncia en su contraportada: “El presente en nuestra cultura no resulta ciertamente tranquilizador, pues no solo se agravan los signos de deterioro, sino que se extiende, además, una creciente sensación de incertidumbre. Huérfanos de certezas ya extinguidas, víctimas del desconcierto y la perplejidad, cunde la desesperación, la sensación de haber perdido el rumbo”.

A lo largo de sus apenas cien páginas se analizan los síntomas más ominosos de esa descomposición social aguda que a finales de siglo parecía asentarse en Europa. La misma que años más tarde, transmutada en crisis económica sistémica, se manifiesta hoy con una imagen de ruina patológica que afecta a toda la sociedad en su conjunto y amenaza el bienestar y la supervivencia de la civilización tal como hasta ahora la conocíamos.

El panorama es ciertamente desolador: la deslegitimación y el descrédito de la democracia, la degradación de la política, la recesión económica que arruina las expectativas de miles de jóvenes y la tranquilidad de otras tantas personas mayores; el ascenso de la intolerancia, el deterioro de la convivencia y la pérdida de los derechos políticos, sociales y económicos que creíamos firmemente asentados y consolidados…

“Lo que está en juego ahora es el futuro mismo del capitalismo, y hasta incluso de la democracia, por tanto. Son los fundamentos económicos y políticos de la civilización occidental como sistema de relaciones de competencia de mercado entre Estados nacionales democráticos, lo que está siendo puesto por la historia en tela de juicio”.

Enrique Gil Calvo llega incluso a describir un ‘cuadro sintomático’ que parece muy ajustado a la actualidad, casi como sacado de las páginas de los periódicos de estos días. Un panorama de corrupción, instrumentación privada o partidista de los bienes públicos de interés general; financiación ilegal de los partidos mediante donaciones no declaradas fiscalmente, sobornos privados para cometer prevaricación desde instancias públicas y tráfico de influencias.

“Pero la corrupción, aunque sea quizá el más notorio, no es desde luego el único síntoma de degradación de la vida política, ya que hay otros muchos más, entre los que cabe citar a vuelapluma desde la pérdida de confianza en el poder judicial hasta el secuestro del poder ejecutivo por la coyuntura monetarista, pasando por la falta de representatividad de un poder parlamentario cada vez más cerrado, excluyente y oligárquico”.

Los signos y síntomas de este cuadro patológico, son visibles por doquier: descontento, malestar social, miedo, insolidaridad, autoritarismo, crisis de valores y regresión cultural auspiciada por el fracaso creciente de la enseñanza formal (¡y eso que aún no se habían implantado la “reforma de Bolonia”!), el oscurantismo y un cierto “reencantamiento del mundo” con un auge renovado de la superstición, el oscurantismo y determinadas prácticas pseudocientíficas o pseudorreligiosas, una obsesiva dependencia de la medicina, y los fármacos, (medicalización), y un culto desmedido a la salud a cualquier precio.

Las crisis no caen del cielo, recuerda el autor, no son producto de la ciega voluntad de unos dioses, ni de la necesidad histórica, del orden natural o de un misterioso azar del destino. En realidad el ‘diagnóstico patógeno’ de esta situación es que “…cada sociedad tiene la política y la economía que se merece, puesto que es ella quien las genera, activa y realiza”. “…las crisis sociales, como la historia entera, solo son resultado de la acción o la omisión humana: siempre son consecuencias queridas o involuntarias, previstas e imprevistas, de la agregación de los actos humanos. No hay fuerzas sobrenaturales, invisibles o sobrehumanas que impulsen a los actores con independencia de su voluntad, no hay dioses o demonios que tiren de los hilos de la trama con angélica providencia o maquiavélica malevolencia, según les gustaría creer a determinadas concepciones fatalistas o conspirativas de la historia”.

Aquí hay que buscar responsabilidades que, a juicio del autor, están muy repartidas:

En primer lugar, la principal y más importante, atribuible a la clase política. En un segundo lugar, el resto de actores públicos a los que denomina ‘clase funcionarial’, incluyendo en este amplio grupo a burócratas, tecnócratas, investigadores, analistas y demás responsables de las Administraciones públicas, sean técnicas, civiles o militares.

La clase política ha fracasado por distintas razones: Por no dar respuesta a las demandas ciudadanas, lo que se traduce en una creciente insatisfacción política (recordemos que el libro está escrito en 1993), que hoy llega a una desafección (casi) generalizada. La falta de representación pluralista de los diferentes y contrapuestos intereses sociales, la inhibición de la participación cívica y de la canalización y resolución de los conflictos sociales, que deben ser sus funciones principales, son algunos de sus más llamativos y sonoros fracasos: “…los conflictos de intereses crecen, se multiplican y, lejos de resolverse, se pudren, enconan o enquistan, aumentando el clima de ingobernabilidad”. (…)

“En suma, la productividad de la actual clase política es mínima, por no decir nula, dada su escasa eficacia o su directo fracaso a la hora de causar los efectos políticos que se esperan de ella. Pero si su productividad política como gestora de los intereses públicos, es tan baja, ¿qué es lo que hace, entonces, la clase política?: se diría que sólo se limita a defender sus intereses privados, en tanto que clase política. Desentendiéndose de sus efectos sobre la cosa pública, la clase política sólo busca sobrevivir, mantenerse, afianzarse, reforzarse, medrar, crecer a ser posible y, de no ser así, al menos reproducirse y autoperpetuarse, incluso a costa de tener que encerrarse y encastillarse oligárquicamente, guareciéndose en un espléndido aislamiento que la priva de todo contacto con la misma realidad social a que debiera dirigir”.

Parece como si no hubiera pasado el tiempo. Es curioso comprobar que algunas de estas mismas razones han sido recientemente expuestas en diferentes tribunas de prensa, en uno u otro sentido. Las siguientes son de lectura muy recomendable:

Cesar Molinas: Una teoría de la clase política española. EL PAÍS 10-9-2012

Germán Cano: El desprecio de los políticos. EL PAÍS 9-10-2012

José María Izquierdo: A favor de los políticos. Y de que cambien EL PAÍS 16-10-2012

J.Antonio Gómez Yáñez ¿Se puede reformar la política? ¿Cómo? EL PAÍS 31-10-2012

Resulta más que preocupante que aún hoy encontremos demasiadas coincidencias y puntos en común con la grave crisis que atravesamos en la actualidad.

“Suele pensarse que quien deserta de la cosa pública es la ciudadanía, cuya desmovilización, conformismo y apatía le mueve hacia el apoliticismo más insolidario. Sin embargo, muy bien pudiera ser al contrario: que fuera la clase política quien hubiese desertado de la cosa pública, refugiándose en la defensa más egoísta de su propio interés corporativo, a espaldas por completo de cualquier consideración sobre sus compromisos políticos”.

En el sector sanitario, asistimos en estos días a numerosos incendios y solo cabe comprobar también con asombro cómo las actuaciones de algunos de estos responsables públicos revelan “los abismos de irrisoria mediocridad en que se hunden los malos profesionales de la política. Y esta torpe ineficacia técnica… [les hace parecer] …meros aficionados malamente metidos hoy a mercenarios”.

Pero acaso lo más grave sea la instrumentalización del interés público en beneficio de intereses privados, lo que supone el detrimento de la gestión programada de la cosa pública, subvirtiendo la esencia misma de la política. Insiste Enrique Gil Calvo en que “… lo peor es que aún hay algo más. Y es que el mal ejemplo dado por la clase política se contagia virulentamente al resto de la sociedad, donde se inocula esta misma estrategia empresarial que sólo busca la rentabilidad inmediata”.

Y efectivamente, tanto en el campo de la economía, como en las relaciones culturales o en la propia sociedad civil, por doquier cunde el ejemplo y anidan estrategias oportunistas, depredadoras y parasitarias, que relegan su eficacia productiva a un plano puramente secundario, e todo caso supeditado al objetivo prioritario de recaudar recompensas inmediatas”. Un excelente ejemplo de ello lo constituyen, a mi juicio, las prácticas poco edificantes de ‘revolving door’ en la política y en el mundo sanitario de las que se hacía eco hace pocos días, en un excelente reportaje, un diario nacional (De la pública a la privada y al revés. EL PAÍS 2-12-2012) y en el que aparecían numerosos protagonistas.

Dejamos aquí –de momento- el comentario del librito Futuro incierto, mientras se siguen produciendo protestas y reacciones a los planes de privatización anunciados (Protestas fundadas. EL PAÍS 3 de diciembre de 2012).

Unos planes, en cualquier caso, que parecen hacerse en contra de la opinión mayoritaria de los ciudadanos, a los que nadie ha tenido en cuenta.

Seguiremos…

2 comentarios:

  1. Muy corto, y por no insistir mucho. Oigo demasiado el "tenemos lo que nos merecemos" y no me parece ajustado a la realidad. Esta vez parece que ya lo sugería Enrique Gil Calvo en 1993.
    Ética y Política: maridaje que nunca tenía que haber desparecido. Claro, que habrá que preguntarse, si alguna vez lo hubo.
    Mientras no se demuestre lo contrario el que tiene el poder es doblemente responsable. No se le puede pedir la misma responsabilidad a quien no lo tiene.
    Por cierto, esto ya lo he defendido antes, y antes.

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    1. No te falta razón, Vicente: la responsabilidad no es la misma para todos, aunque eso no debe servir como excusa ni consuelo para la inacción. En la próxima entrada se insiste en esta idea.
      Gracias por tu comentario.

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